Como director de una academia de inglés desde hace varios años, hay una frase que escucho con muchísima frecuencia: “Me gusta el inglés, me gustaría hablarlo… pero me da vergüenza.” No importa la edad ni la experiencia de la persona que lo dice: lo escucho en jóvenes, en adultos, incluso en profesionales que llevan años queriendo mejorar su nivel. La vergüenza aparece una y otra vez como una barrera invisible que frena el aprendizaje. Y sin embargo, si lo pensamos bien, esa vergüenza no es tanto un muro como una señal. Una señal de que estás a punto de dar un paso importante.
Cuando alguien me lo dice, noto que lo que suele haber detrás es miedo: miedo a equivocarse, a sonar mal, a que alguien se ría. Es el miedo a exponerse, a salir de la zona de confort. Y, paradójicamente, es justo en ese momento incómodo cuando ocurre el verdadero aprendizaje. Hablar un idioma nuevo no es recitar reglas gramaticales ni repetir listas de palabras: es atreverse a usarlas, aunque sea con errores, aunque no suene perfecto.
Con los niños lo veo constantemente. Nunca esperan a tener todo controlado antes de hablar. Juegan con las palabras, inventan sonidos, se arriesgan. Y gracias a esa libertad, progresan con rapidez. Los adultos o los adolescentes, en cambio, tienden a frenar esa espontaneidad. Queremos hacerlo bien desde la primera vez, y como nunca llega ese momento “perfecto”, nos quedamos en silencio. Pero el idioma no se perfecciona en la cabeza: se perfecciona en la boca, probándolo, fallando y volviendo a intentarlo.
La buena noticia es que la vergüenza no desaparece de golpe, pero se transforma. La primera vez que un alumno se atreve a hablar en clase, quizá le tiembla la voz. La segunda vez, un poco menos. La tercera, apenas lo piensa. Así es como se construye la confianza: con pequeños actos de valentía que, poco a poco, cambian la relación con el idioma. Y lo curioso es que, en la mayoría de los casos, los demás no están esperando a juzgar. Al contrario: valoran el esfuerzo porque reconocen lo difícil que es expresarse en otra lengua.
La ciencia también lo confirma. En el contexto de aprendizaje de una lengua, otro estudio mostró que quienes sienten vergüenza aprenden menos, participan menos, tienen menor motivación — pero no es algo permanente. Otras investigaciones sobre emociones sociales señalan que con práctica y apoyo, se puede reducir la vergüenza y aumentar la disposición a comunicarse. En mi experiencia diaria con los alumnos, lo veo exactamente así: la barrera que al principio parece enorme se va deshaciendo con el tiempo, hasta volverse una simple anécdota.
Por eso, cuando un estudiante me dice “me da vergüenza”, suelo responder con una sonrisa: “Eso significa que ya estás listo.” La vergüenza aparece justo cuando estás a punto de dar un salto, el salto de pensar en inglés a atreverte a usarlo. En vez de huir de ella, podemos aprender a verla como una aliada. Esa incomodidad te recuerda que estás creciendo, que estás aprendiendo de verdad.
Y cuando ese salto ocurre en un entorno seguro —con compañeros y profesores que entienden que los errores son parte del camino— la vergüenza pierde gran parte de su peso. Se convierte casi en un juego: te ríes de un error, lo corriges, y sigues adelante. Poco a poco descubres que no solo puedes aprender inglés, sino que también puedes disfrutar el proceso.
Al final, la vergüenza no es una enemiga. Es la señal de que estás saliendo de tu zona de confort y, por lo tanto, de que estás en el lugar exacto donde ocurre el aprendizaje. Si la aceptas y te lanzas, lo que encontrarás al otro lado no es juicio, sino libertad: la libertad de comunicarte, de conectar con otras personas, de abrir puertas que antes estaban cerradas. Y eso —más que la gramática o el vocabulario perfecto— es lo que realmente significa hablar un idioma.